Puesto que algunos queríais que contara mis aventuras, y a mi que me encanta contarlas, he decidido blogear sobre las cosas que me vayan ocurriendo aquí. Hay poco ballet en esta entrada, pero pensé que debería de contextualizar, así que quien quiera que espere a la reseña de la Bayadere en el Mariinsky, para mañana o pasado.
Balletomanos por Rusia. Capitulo 1: Aterriza como puedas.
El jueves día 5 fue mi último día en Madrid, dedicado a pensar sobre si mi ropa sería adecuada al tiempo (aun no ha llovido, pero cuando aquí llueve más vale cubierta sólida que textil), y a estrujar a mi perrita Lola. El fin de semana anterior me había dedicado a intentar comprar entradas para el Mariinsky por todos los medios habidos y por haber, pero, por alguna razón, el sistema del teatro no admite las tarjetas de crédito españolas, mientras que en el Mikhailovsky no hay ningún problema.
El caso es que el día D, el día de irse, partí hacia el aeropuerto de buen humor, aunque algo acalorada, arrastrando mi pretendidamente ligero equipaje por la T4. A las 21,45, me esperaba un vuelo camino a Moscu, dónde tendría que recoger las maletas y hacer el check in otra vez a pesar de volar con la misma compañía, Aerolineas Transaero.
Pero la sorpresa vino nada más pasar el control de policía. Se anunciaban 3 horas de retraso para mi vuelo, lo que colisionaba directo con mi escala de tres horas para coger el siguiente vuelo hacia San Petersburgo. Tras intentar buscar alguna explicación en el puesto de información, me mandan hacía mi puerta de embarque, pero en realidad el vuelo al estar tan retrasado no tenía puerta. A si que la siguiente sugerencia de otro mostrador de información fue que fuera a la puerta S12, dónde me encontré que salía el vuelo ¡a Abu Dabhi!. La chica de la puerta y yo llegamos pronto a la conclusión de que no me convenía cómo escala hacia San Petersburgo, y, antes de que me enviaran a la puerta de embarque hacia la isla de Tortuga, decidí sentarme y sacar el móvil para quejarme a las amistades.
Esa noche salían 3 vuelos a Moscú, así que por el aeropuerto se veía muchas caras rusas, y muchas caras rusas confusas de los viajeros que pertenecían a nuestro vuelo. Si ya antes de llegar a la terminal había indicado la dirección a una pareja rusa, pronto me encontré intentando explicar el retraso en mi mejor chapurreo ruso, pero la verdad es que había poco que traducir, porque la información que nos llegaba era escasa.
Tres horas y un sándwich después, el vuelo todavía acumuló otros 40 minutos de retraso, según la azafata porque el avión había tenido un problema técnico en Moscú y habían tenido que cambiarlo (si, justo lo que uno quiere oir antes de montar en un avión). El avión llega, y pronto me encontré en mi asiento de la ventana, «hombro con hombro´´, literalmente, con el compañero de asiento, así que, ya que casi compartíamos espacio personal, comenzamos a intercambiar conversación ruso-anglófona también.
A la una de la mañana, más o menos, y ya en el aire, se sirvió la cena, acompañada por un festival de tés y sodas que garantizarían la visita a los retretes del avión; un lugar siempre detestable salvo en las páginas de la Cosmopolitan. Pero este detalle no impedía a mi compañero de asiento vaciar soda tras soda de un trajo (y sin eructar, tengo que decir). Mi compañero de asiento Dima (Dimitry) era ruso, de trago largo y, a sus 24 años mitad jugador profesional de hockey, mitad marinero. A las 3 y media de la mañana, sobrevolando algún lugar de Alemania, pude conciliar el sueño.
Dos horas después abrí el ojo, pensando que todavía tendría tiempo de coger mi vuelo, pero, con la diferencia de dos horas encima, el vuelo siguiente me iba a abandonar en media hora.
El avión llegó, de hecho, a la misma hora que tenía que haber salido el siguiente, así que mientras iba en el autobús a recoger mi equipaje lo perdí. Tras pasar el control de migración, seguí a Dima y a su enorme bolsa de hockey por la terminal de Domoedovo, en busca de un mostrador de la aerolinea. Mostrador que encontramos, y el pobre Dima se puso a convencer a los empleados para que aceptaran mis papeles de reserva en español. Todo mientras el aeropuerto parecía un avispero veraniego.
Tras esa cola pasamos a la siguiente para la caja, dónde otros pasajeros con vuelos perdidos arrojaban sus pasaportes a dos trabajadoras con el ceño fruncido. Sobre el mostrador una pequeña competición cromática, los pasaportes rusos contra mi pasaporte español algo menos rojo, los pasaportes azules ucranianos contra los pasaportes kazajos de color esmeralda. En un momento de esa cola, mi buen samaritano tuvo que dejarme para acompañar a su abuelo, y pronto me ví engullida por la masa.
20 minutos después, con una plaza para el siguiente vuelo en menos de una hora, me dirigí al mostrador de facturación, para descubrir que estaba regido por una ley muy clara, la ley de la jungla, todos los vuelos de la aerolínea en las mismas 3 colas. Puro Fuenteovejuna, todos a una, y no diría por ley de maricón el último, porque en Rusia esas cosas no existen.
En la cola debí de pecar de debilidad, por los nervios con el reloj, así que me hice gritar de malas maneras por un anciano israelí y por un hombre con aspecto centro-asiático. Ambos me amenazaban para que desapareciera de mi sitio, cosa arto difícil en una multitud tan comprimida.
Al final, con 5 minutos antes de que saliera el vuelo, entregué la maleta y salí corriendo tras el grupo de israelíes al control policial, uno de esos escáneres corporales de los que se habla en Europa.
Una vez llegada al autobús para el avión llamé a mi amigo, que resulta que ya me esperaba en el aeropuerto de San Peterburgo por un problema técnico.
Dos horas después, aparecí por fin en la ciudad de Pedro el Grande, pero, por acortar este relato, ya largo, y por poder conciliar el sueño en estas noches blanqui-grises que conserva la ciudad, voy a dejarlo aquí. Tan sólo una foto, el escenario de mi primera noche en Rusia, una cena entre amigos en una dacha en el campo, cerca de la frontera estonia.
Guauuuu, y yo que creia que solo los argentinos teníamos retrazos en los vuelos,je,je,je. Que romática se ve la cena!!! Que lo disfrutes!!!!
buaaaaaaahhhh… bueno, piensa que al final, todo son experiencias 😉 Cuando vuelvas y nos lo cuentes en persona, nos echaremos unas risas XD.
Estaré pendiente de más entradas. Disfruta de tu rusezzzz… bss
Me gustó la ilustración del principio. Gracias por compartir tus aventuras. Besos!!!
Agradecidos por compartir vivencias y complejidades de aeropuertos,retrasos, mostradores, largos pasillos, puertas de embarque y problemáticas mil que parece ser no faltan acá, en Rusia y en cualquier país al que podamos pretender hacer turismo. Lo estamos viviendo contigo, gracias a tu vivaz nannarción y nos lo «pasamos pipa», pues solo compartimos los hechos narrados que es muy diferente a vivirlos, mucho mas inquietante. Que todo vaya bien y sea controlable, quedando en anécdotas mas o menos simpáticas. Adelante y a pasarlo muy bien y, sobre todo, a vivir ballet en directo, lo mas posible.
Si, que disfrutes, y en verdad se ve muy linda y muy romántica el sitio y la mesa de la cena. Por cierto que comiste? Estuve en San Petersburgo hace unos cuantos años, pasé una semana entera disfrutando conciertos y ballet en el Marinsky, donde tuve la oportunidad de ver La Bayadére, sencillamente espectacular todo, el montaje, los bailarines, así es que te deseo que te vaya tan bien como a mi me fué en esa oportunidad.
Silvia haces las vacaciones, que yo siempre he deseado (me temo que será así por mucho tiempo) así que leyendote estoy un poco contigo disfrutando de mi idolatrado San Petersburgo y Marinsky. Suerte y saludos.